Me voy. Pero me voy, con el alma llena.
No habría aprendido tanto ni en cien años. Os quiero.
Hay una puesta de sol fantástica. Nada
mejor para el momento reflexivo de la despedida que una estética
épica, culminante, apocalíptica. La luz de verano anaranjada
alumbrando las caras tristes y las coronillas calvas de los
estereotipados viajantes de autobús, el sol poniéndose en
Montpellier, fundiéndose con la ciudad, haciéndole el amor, quizás
es por el momento pero me parece la puesta de sol más bella que he
visto en mi vida... y al momento aparece, con esa actitud de llevar
esperando un rato a salir a escena, la delgada luna creciente
colgando en el cielo azul marino.
Paso por las estaciones de autobús y
veo a más gente despidiéndose. Todo me recuerda a anoche. Me acerco
con la mirada a dos amigos que se abrazan, y parecen alegres
enérgicos, sonríen. No hacía falta mirarle al subir al autobús
para saber que tendría el semblante triste, serio, de quien quiere
volverse para dar un último abrazo. Su amigo le mira fijamente desde
fuera con la cabeza algo inclinada, los puños cerrados y los ojos
entrecerrados y húmedos. Tengo el codo apoyado en el resquicio de la
maltrecha ventana del autobús, y miro, a ratos de reojo, a ratos
directamente, a la incansable pareja que se despide de su amigo.
Quiere sonreir, pero su aura le delata. Y pasan los minutos y el
autobús no zarpa, quedan minutos, unos minutos eternos, y los amigos
se siguen mirando. El que espera fuera cambia su cara de sicario por
una sonrisa, y al instante veo cómo su amigo baja de nuevo. La
excusa, poco importa, sacan los móviles e intercambian los números.
El hecho es que se abrazan, sólo un minuto más, pero es suficiente.
Porque ahora saben de lo breve de un abrazo, de lo efímero. No se
sabe de la brevedad de la belleza hasta que se experimenta en la
propia carne. La pareja espera, y espera, y mientras suena la palanca
de cambios del bus, el amigo mira hacia el suelo descorazonado,
pensando que habría dado tiempo a un abrazo más. Eso soy yo ahora.
Es duro irse. Pero más duro es
quedarse. Imagino las despedidas entre gente que ha convivido codo
con codo, durmiendo, riendo, estudiando o, como ocurre en ciertos
pasillos sevillanos, riñendo. Riñendo y echándose en cara hasta el
mote más recóndito e irracional que jamás haya existido.
Ahora me siento hasta orgulloso de
llamarme Lance y no deja de ser cierto que, haciendo honor a ello, me
fui corriendo, el primero.
Cuanto más creces más te das cuenta
de lo inefable de todo aquello que merece la pena. Quizás no haga
falta entender aquello que merece la pena, y sería la ilusión de no
comprender un goce lo que lo hace más gozoso aún. Este año ha
sido, sinceramente, inefable. Genial, increíble, son palabras que se
quedan para aquél que quiere escuchar. Pero al que quiera
comprender, le diré que no tengo palabras. Porque no las hay.
Amistad, honor, cariño, valentía, confianza, expresan a grandes
rasgos este año. Una mirada afable, una sonrisa traicionera, un
abrazo interminable, un nudo en la garganta, un adiós atragantado,
son expresiones que se acercan más. Pero lo que yo siento... es un
corazón palpitante, entusiasta, coordinado y, por primera vez en
mucho tiempo, sano. Renovado, resucitado, por donde corre sangre
pura, densa, dulce.
¿Qué es la belleza? ¿Cuál es el
momento que se te quedará en el alma para siempre, aquél que
visualizarás al borde de tu muerte? La vida sigue, y con ella, yo.
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