Él sabía que podía con todo. Podía aparecer solo en cualquier rincón del mundo y por duro que fuera salir adelante, podía, como decía Kipling, "ver cómo se destruye todo aquello por lo que has dado la vida, y remangarse para reconstruirlo con herramientas inservibles". Porque creía en la magia.
Durante años y años creció y vivió feliz sin que nadie lo estorbara, pero un día aprendió la palabra magia, y empezó a nombrarla y a teorizarla, a reducirla a teorías de lenguaje no verbal, intuición motriz, empezó a ponerle nombres a todas las cosas y, lo que es peor, a sí mismo. Empezó a hablar de la suerte. Creyó que todo lo que tenía era suerte, y pensó que era un desgraciado porque dependía de la suerte para sobrevivir. Sus amigos se lo recordaban, entre ellos, el que más, su amigo Academicismo, quien le repetía constantemente que si algo le salía bien a la primera era pura suerte. Que la magia, el horóscopo, son cosas de niños, y que existen tipos de conducta que equivalen a tipos de persona, y que si algo no encajaba en el paradigma científico epocal equivalía a una mentira. Pero él sabía que no, que se concentraba mucho y con su intuición lograba meter la primera canasta desde cualquier distancia, porque no tenía que pararse a pensar. Pensar, nombrar, lo estropeaba todo, pensó. Fue la primera vez de muchas que pensó que la estupidez y la felicidad tenían una correlación muy estrecha y preciosa.
Pasaron los meses de lluvia y de sol, de frío y de calor, de soledad y de euforia. Pasaron Hesse y Exupéry, Neuman y Shakespeare, Dostoievsky y Twain. Y lo único que recordaba es que una vez fue feliz, y ya nunca más. Aquel instante de felicidad fue tan intenso que su sólo recuerdo le producía un placer incomparable con la vivencia presente. Es por eso que su mirada siempre estaba en otra parte, sobre todo los domingos y los días de lluvia.
Siguió y siguió y nunca paró, nunca se derrumbó, pero tarde o temprano todo el mundo se derrumba. Nadó en su mierda hasta que se dio cuenta de que era tan inútil como creerse mago. Llegó a pensar que ni el bien ni el mal de esta vida merecen ser hechos, pues ambos son rutinarios, tediosos, monógamos. Hacer los dos es una locura, y hacer ninguno también; es la misma diferencia que hay entre explotar e implosionar. Y ahora más que nunca pensaba en aquel instante de felicidad, recordaba amargamente los años de juventud, éxtasis, euforia, cuando no se movía por el mundo sino que flotaba, cuando no hablaba con personas que juzgan y que materializan o academizan, sino con almas que están en todos los momentos de la historia del universo a la vez. Cuando el único problema era el aburrimiento.
El mundo adquirió un tono grisáceo, su psique se ajustó al esquema de depresión de su época: los políticos son unos corruptos, la sociedad está llena de borregos, no se puede escapar al sistema capitalista, el ser humano es lo peor que le ha pasado al planeta Tierra...
Hasta que recordó esa primera palabra, la magia. No fue su primera palabra, pero fue lo primero acerca de lo que recordó haber reflexionado. Fue la primera vez en su vida en la que se paró, pensó ¿qué es esto? Y se respondió: sólo tiene un nombre; "Magia". La vida tiene duende, se dijo, y ese duende está en el presente. Aprendió a hacer del presente su religión, a vivir cada día como si fuera el último, a combinar las partes más geniales de su persona para hacer de cada momento algo único y extraordinario. Aprendió la filosofía del Tao, del eterno sí nietzscheano, pero no del todo bien. Por desgracia le quedaba por aprender que la depresión no es algo de lo que te puedas zafar sino algo con lo que debes convivir. Como el perro de la depresión, que siempre te acompañará por mucho que lo ignores, y no debes sino aprender a jugar con él, a sonreírle, y que así aprenda él a sonreír contigo.
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