Esta historia está llena de controversias, suspense y claustrofobias. Es el relato del acontecimiento histórico bautizado con el “3-D”. Es sólo un punto de vista más, de entre los miles de afectados por la huelga de controladores aéreos en España, añadiendo la tragedia posterior ocasionada indirectamente en Faro, o povo surrealista (Faro, el pueblo surrealista) en Portugal.
Todo empezó una tarde de domingo, después de un partido de fútbol; surgió la propuesta de ir a un concierto de Ben Harper en Londres, Reino Unido, completamente improvisada, y acepté. También les pareció buena idea a Nathalie, Leandro, Beatriz, Antonio y Pablo, aunque este último no fue por motivos económicos. El concierto fue el viernes 3 de diciembre, pero no estábamos ahí.
El primer incidente ocurrió al coger el tren del aeropuerto de Gatwick al centro de Londres; un trayecto de una hora se alargó a dos horas y cuarto, debido al pésimo estado de las vías causado por la intensa nevada que afectaba a la capital. No se veía una nevada así en diciembre desde hacía 45 años. Cuando conseguimos llegar a Londres, el meteo – sat no nos acompañaba; acostumbrados al clima de Málaga, cinco chavales con maletas, poco abrigo y tales condiciones espacio-temporales, tenían todas las de perder, véase: 3 grados bajo cero, nevando (sí, nevando, guau); charcos helados repartidos arbitrariamente por la ciudad, pero inexorablemente deslizados bajo nuestros pasos -te despistabas un momento y metías hasta la rodilla-; y así, con los dedos morados y sangre en la nariz por el cambio brusco de temperatura, teníamos que encontrar el lugar donde se encontraban las llaves del cada vez más idílico apartamento. Tras media hora en su busca, nos rendimos y cogimos un taxi, un exceso que luego pagaríamos caro. Andar de una punta a otra de Londres y luego volver al apartamento, al lado de la estación de tren, en estas condiciones, fue una tarea memorable, recompensada por la excesiva calefacción de nuestro pequeño hogar.
Durante los días más fríos del año, recorrimos los lugares más turísticos de Londres, eso sí, siempre con una nieve puntiaguda, cortante, malintencionada, que nos impidió, en ocasiones, abrir los ojos para poder maravillarnos con los monumentos. Esta misma nieve canceló el concierto de Ben Harper, el principal, si no el único motivo de nuestro viaje.
Pasemos a la parte cómica y controvertida del relato. Durante los días que pasamos en la ciudad, nos enterábamos de noticias a medias (nuestro nivel de inglés es precario) sobre el tráfico aéreo entre Londres y Sevilla, nuestro viaje de vuelta previsto, en un principio, para el sábado 4 de diciembre a las 14:55 con Ryanair. Estas noticias fueron, desde un principio, que las nevadas en Londres impidieron el tráfico aéreo durante los días que pasamos visitando iglesias y más monumentos a gente muerta. La otra noticia, la noticia, fue que en España los controladores aéreos decidieron hacer una huelga, porque un Real Decreto – Ley les iba a aumentar el horario laboral, y claro, la reacción más lógica es cancelar 2.500 vuelos. Hijos de la gran puta, cinco palabras que se me vinieron instantáneamente a la cabeza cuando escuché la noticia de los labios de Antonio.
La diferencia entre sus quejas y las de cualquier otro sector laboral no es más que el poder; los controladores tienen una gran responsabilidad, y si no van a trabajar, hacen más ruido. En mi opinión, por tener el derecho a huelga y una repercusión mayor con la misma, no deberían ejercerlo, precisamente por este desencadenamiento. Todos los trabajadores tienen el mismo derecho, pero se les ignora cuando hacen huelga porque no ocurre nada, no tienen influencia ni poder sobre las masas, no afecta igual a las personas.
En fin, de momento seguimos en el aeropuerto con la cara de póquer, porque vimos lo siguiente:
“SEVILLA RYR5252 14:55 CANCELLED”
Y nada, a esperar, a reclamar, a pelearse en inglés (algo que, por cierto, mejora tus facultades en el idioma); queremos nuestro vuelo, pero nos dicen que hoy no salimos del aeropuerto, aunque se acabe la huelga de controladores. Todos lloran, Dios, cómo lloran, como si tuviesen algo importante que hacer en España. Yo no me preocupo porque mi tiempo dejó de tener valor hace ya unos años, pero esa es otra historia, y será contada en otra ocasión. Bien, pues pongámonos a buscar vuelos, porque cuando empiecen a salir vuelos a España van a salir primero los afectados por las fuertes nevadas y luego los afectados por la huelga. No se puede cambiar el destino, inexorable como el de la vida misma, sólo podemos cambiar la fecha; de sábado a jueves; seis noches y siete días viviendo en el aeropuerto.
La huelga se ha acabado; busquemos vuelos: las compañías se aprovechan de la situación y los precios de los vuelos a España se incrementan exponencialmente; mientras busco en mi portátil, los demás intentan buscar otra solución. 40 € por persona, no está mal... Comprar! Oh, vaya, la página ha caducado, bueno, otra vez... Oh, ha subido a 75 €, cambiemos de buscador de vuelos: Rumbo.es, de Londres a Sevilla, sigue siendo caro. Pues vayamos a París y cogemos un tren a Sevilla. No, es mucho camino... Vamos a Portugal, que salen antes, claro, pues a España están saliendo los prioritarios que fueron afectados por el temporal, y no queremos estar hasta el jueves aquí. Vuelo Londres – Faro, “Estamos buscando el vuelo más barato entre más de 30 compañías aéreas, gracias por su espera” decía la página. Qué amables son. 6.000 € un jodido vuelo para cinco personas a Faro, que Dios baje y vea esto porque no sabía si descojonarme o dejarme caer en el suelo repleto de convulsiones. Pero sube Nathalie, Dios bendiga América, con buenas noticias, nos han cambiado el vuelo a Faro gratis, y sólo tenemos que esperar de sábado a Lunes, aunque fuese un cambio de destino que cinco minutos antes nos dijeran que era ilegal, pero poco me importa después de ver tantos ceros en Rumbo. Al fin suben con el “billete”; era un número de reserva apuntado a bolígrafo Bic por el reverso de uno de nuestros billetes del vuelo cancelado a Sevilla. La madre que parió a Ryanair, pensé que nos estaban tomando el pelo.
Durante nuestra estancia en Gatwick, conocimos a unos salmantinos que llegaron a estar ocho días en el aeropuerto, les pilló el problema del clima y el de la huelga. El karma se equivoca siempre de país (que sí, que lo dice Nach Scratch).
Una vez resuelta nuestra lucha contra el destino, nos aventuramos en el avión a Faro. Faro, en Portugal, un pequeño pueblo en el que nos aguardaban miles de extrañas aventuras. Tras lo ocurrido en aquel grisáceo y decadente pueblo de pescadores, llegué a la tesis de que el pueblo entero representaba una entramada y estúpida obra de teatro cuidada al detalle, donde nosotros éramos los protagonistas de un reality show típico de Telecirco, seguramente un plan del gobierno para aumentar el turismo bizarro. Pero no fue así. Fue real, y no los supimos hasta que, llegando a Sevilla, sucedió que no se nos informó de cámara oculta alguna.
Nada más aterrizar el avión en Faro desde Londres, cogimos el primer autobús del aeropuerto hasta el centro, donde se hallaba la estación de autobuses para salir a Sevilla. Y justo al llegar, la estación de autobuses está cerrando. Los autobuses siguen saliendo, pero no se pueden comprar más billetes hasta el día siguiente por la mañana. Conocimos entonces ya formalmente a un estrafalario y extraviado turista español que, como nosotros, fue arrastrado hasta Faro por las garras de Ryanair. Éste nos hizo compañía y puede verificar nuestra inverosímil historia.
Aquí empieza lo bueno. Como desesperados guiris, nos preocupamos cada vez menos por nuestro poder adquisitivo, y cada vez más por llegar vivos a España. Un taxista nos ofrece llevarnos hasta huelva por 75€, pero desaparece mientras decidimos en grupo, y entonces apareció Él. El taxista número veinticinco, posiblemente Satanás en persona, la encarnación del Mal, el vicio y la desdicha de la naturaleza humana personificada en un taxista medio ebrio, de piel oscura, ojos callejeros y barriga cervecera. No la barriguita cervecera española, que a veces tiene hasta su gracia, sino una barriga maligna y enfermiza, impura, amorfa, desdichada. Nuestro primer encuentro con el taxista número veinticinco fue breve pero intenso: nos dice que nos lleva a Huelva por 120 €, y que es el precio que todos los taxistas nos cobrarían. Claro que, por aquel entonces, ignorábamos que Él era el único taxista de Faro que conoceríamos. Se le notó un tono chulesco mientras, con su vomitivo aliento alcohólico, le contaba a un portugués cómo nos estaba tomando el pelo a nosotros, los guiris. Por suerte Leandro sabía algo de Portugués y le dimos la espalda. Parecía que si nos subíamos en aquel taxi, perderíamos con absoluta seguridad la vida.
De modo que nos acercamos a un hotel a tres manzanas, y le pedimos que llamara a la oficina de Taxis para pedirnos otro. Le pedimos, le rogamos al recepcionista que por favor no viniera el Taxi número veinticinco, que le eximiera de su tarea. Pero claro, como entonces resulta que Dios nos odiaba a muerte, pues envió al Diablo en persona a la puerta del hotel. Allí estaba, en la entrada, con el maletero abierto, y bastante mala hostia porque le esquivamos en la parada de Taxis donde nos ofreció sus servicios de chófer / secuestrador de extranjeros. Resulta, pues, que nos asustamos, porque no queríamos ir con él, pero habíamos pedido un Taxi, y optamos por decirle que no íbamos a cogerlo. No sabíamos que nos estábamos metiendo en aguas pantanosas. Nos exigió nada, diez euros, por hacerle venir desde la paralela con el taxi hasta la puerta del hotel y montar el numerito de abrir el maletero y exigirnos entrar, como si fuera un policía metiendo a unos vulgares criminales esposados en el coche patrulla. Al decirle que los diez euros los iba a pagar Peter McDowell, obviamente no con esas palabras, sus facciones mostraban su irritación, su furia contenida. Es una curiosa situación: una persona que en otras circunstancias podría no habernos caído tan mal, pero se creía que le estábamos vacilando o esquivando, mientras nosotros creíamos que él formaba parte de una red de taxistas secuestradores que tenía por afición ponerle los cojones de corbata a los turistas. Nos daba mal rollo, simplemente. Es de esas personas a las que no dejarías nada a su cargo si te pudiera llegar a afectar. Si nos imaginamos el pasado del taxista número veinticinco, vislumbramos un padre alcohólico, una madre obesa enganchada a Sálvame Deluxe, una infancia de abusos y palizas, drogadicción adolescente, y una pelea que acabó yéndose de las manos del taxista, asesinando al que fue su único amigo por el que merecía la pena vivir. El trauma que le provocó la vida no le dejó hueco en su conciencia para nada salvo un trabajo fácil, rutinario, pesado, y que sea tan automático y sencillo que se pueda llevar a cabo estando ebrio.
Volviendo a la historia, resulta que no hay más medios de transporte para salir de Faro, una vez eliminados los autobuses y los taxis. De modo que la solución, a la cual llegamos cerca de las cuatro de la madrugada, era esperar a que abriera la estación de autobuses al día siguiente. Pero necesitamos los billetes con un mínimo de dos horas de antelación a la partida del autobús, para poder subirnos al mismo. Y la estación abría a las 9, mientras que el autobús salía a las 10. De modo que a las cuatro y cuarto de la mañana, con una llovizna fina e intermitente, resguardados bajo un toldo agujereado cercano al McDonalds del cual aprovechamos el Wi – fi, y asfixiados por la escasísima batería del portátil, comprábamos por internet los billetes para cinco personas. De Faro a Sevilla por 18 € cada uno, algo más caro que el taxi, pero al menos con la seguridad de llegar sanos y salvos a nuestra patria. Introdujimos, en los 10 minutos restantes de batería del portátil, los datos completos de seis personas junto con mi cuenta bancaria y mi e-mail, todo escrupulosamente organizado para coger el primer autobús de la mañana. Tras aparecer durante una milésima de segundo un cartel con el letrero “Sus billetes han sido enviados a *****@trollmail.com”, la batería del portátil cayó; no obstante, cayó con la gracia y el orgullo de un héroe con el trabajo bien hecho.
Entré a un hotel para imprimir los billetes desde mi correo electrónico, ofreciendo una modesta pero justa propina por el uso de su equipo informático. El recepcionista aceptó, aunque no de buena gana, y yo, apartando disimuladamente la vista de la página erótica que tenía abierta en el Mozilla, abrí una pestaña y llegué hasta mi bandeja de entrada. Le dí al botón de imprimir, con la sencilla esperanza de que algo saliera bien en aquel pueblo surrealista. Iluso de mí. “The printer doesn't work”, me dijo el amable (en comparación con lo visto) recepcionista. Quince minutos después, me dirigía al lapicero donde estaba el cúter para cortarme las venas, cuando la impresora hizo un ruido extraño y acto seguido inició la impresión. Dios me ama, pensé. Iluso de mí. Los ama a todos menos a mí, porque la muy bastarda ha imprimido todos los billetes menos el mío. Tras otros quince minutos de espera, donde transcurrió el mismo proceso de ilusión, decepción, desesperación y pensamientos suicidas, imprimió de nuevo todos los billetes, pero esta vez estaban todos. Por lo visto mis compañeros de viaje interpretaban mis caras desde la puerta del hotel, y no sacarían buenas conclusiones al principio, pero mi cara triunfal a la vuelta era unívoca: volvemos a España. Iluso de mí...
Como era ya tarde, y nuestro autobús salía en pocas horas, no nos rentaba dormir en un albergue, y nos tumbamos en un portal frío y oscuro, donde pasamos lo poco que quedaba de noche. Creo que fui el único que pegué ojo. Sin embargo, los planes de Dios no habían terminado aquí.
A la mañana siguiente, salimos del portal con el dolor de cabeza típico de no haber dormido nada en toda la noche, y el clásico ceño fruncido correspondiente al pensamiento de “estoy hecho una mierda, esto no es natural, mi cerebro no puede aceptar dos amaneceres seguidos sin descanso de la consciencia”, etc. Pues vamos a la estación de autobuses, esta vez abierta, y en la oficina nos dicen que los billetes que hemos comprado no corresponden a ningún autobús: ningún autobús sale a esa hora. Lo aceptamos resignadamente, pues estábamos hechos a la idea de morir en aquel pueblo. Pero ya hemos pillado la lógica de los timos: “hoja de quejas y reclamaciones”, exigió Antonio. La frase perfecta para que de repente, el autobús existiera; también los billetes funcionaban ahora. Pero a diferencia de nosotros, el Diablo nunca duerme, y por la noche había trazado el siguiente movimiento de las fuerzas del mal. Sí, tenemos billetes, pero no para el autobús Alsa de las diez, sino para el de marca blanca que sale a las 15.30, en una parada ajena a la estación de autobuses. Y eso no es todo...
Causalidades del destino, el taxista número veinticinco decidió aparecer en la puerta de la estación, mirándonos con cara de no haber pegado ojo en toda la noche mientras se le pasaban por la cabeza nuestras caras, una detrás de otra, para no olvidarnos jamás y jurarse a sí mismo venganza eterna. Pasé a su lado lo más rápido posible mirándole con el rabillo del ojo. Decide que es una buena idea escupir a mis pies. Hizo lo propio cuando pasaron por delante el resto de mis compañeros. Antonio, cuya paciencia se desborda tan pronto como la vejiga de mi abuela, le hizo un calvo al taxista, y su reacción de adulto maduro y responsable fue perseguirle dentro de la estación de autobuses y propinarle un buen guantazo con la mano abierta en la jeta. Delante de todos los policías, conductores de autobuses, transeúntes y gerentes de las compañías de viajes que se encontraban en la estación. El taxista se dio a la fuga. Tras una enmarañada explicación a un policía ciclista de lo ocurrido, nos miró con cara de decepción cuando le confesamos no saber el nombre del taxista número veinticinco. Lo sentimos, agente, por no haberle preguntado el nombre a un asesino en potencia. La verdad, no veíamos el momento. Quizás deberíamos habérselo preguntado cuando se estaba defecando en nuestros familiares la noche anterior, al negarle los diez euros que no se merecía. A lo mejor, el momento idóneo para saber su nombre fue cuando, a la mañana siguiente, murmuraba insultos sucios y malintencionados entre dientes, escupiendo el suelo por el que pisábamos. De hecho, agente, ojalá lea esto por alguna casualidad del destino, y se dé cuenta de cómo se ve la justicia desde el lado injusto. Si el nombre es algo tan indispensable para atrapar a una persona que ha estado expuesta a las cámaras de seguridad de la estación y del hotel más cercano durante las últimas veinticuatro horas, cuyo número de taxi conocemos y me temo que jamás olvidaremos, pues entonces será culpa nuestra.
Mientras tanto, los tejedores del destino tenían planes para Bea y Nathalie, el grupo femenino de nuestra piña: dos niñatos portugueses las piropeaban de forma grosera y sucia, algo que sentó mal a Antonio, el novio de Bea, quien les mandó callar con un gesto. Parece que Antonio no ha aprendido que la reacción portuguesa ante cualquier falta de respeto consiste en una agresión física. Esta vez, los niñatos tiraron una taza de café (yo tampoco sé de dónde la sacaron) en dirección a las niñas, y le cayó a Nathalie en la espalda. Luego, los graciosos de turno salieron por piernas.
Bueno, pues acudimos a la estación de policía, por lo del taxista, ya que el policía ciclista era demasiado inútil de la vida, y el jefe de policía, la primera persona hispano – parlante que conocimos en Faro, nos hizo olvidar nuestros problemas con una retórica infalible:
- Podéis denunciar, pero si él denuncia por la falta de respeto -sí, se refería al inocente calvo de Antonio- tendrás que venir a juicio a Portugal unas cuantas veces, cada cierto tiempo.
- Pero, ¿no vais a hacer nada? -dijo Antonio- ¿y si me lo encuentro otra vez por la calle?
- Sois más que él, podéis defenderos.
Maximum poker face. El jefe de la policía nos aconseja pegarle entre todos si nos lo encontramos. Gracias una vez más, sistema policial, por asegurar la integridad de nuestras vidas.
Cuando subimos al autobús, que, por supuesto, no era de la compañía que nos dijeron ni paraba en el lugar que nos indicaron, pero que iba a Sevilla al fin y al cabo, todavía desconfiábamos de lo que pudiera pasar. Intentábamos pensar en lo peor que podría pasar, pero nuestra mente, adormecida por el cansancio, el surrealismo, y la lánguida y malsonante lengua portuguesa, quería descansar. Me desperté en la estación de autobuses de Sevilla, y por fin pude reírme de lo acontecido. Mirando al techo del autobús, aunque mi intención era dirigirme a Dios, murmuré: ¿Te aburres ahí arriba?
- THE MOTHERFUCKING END -